El sueño americano no es automático

Por Alfredo Trillo

 Bajé del trolley. Sobre la acera ya había una línea de personas con una carta del Home Land Security Department similar a la mía en las manos. Caminé para colocarme al final, y la línea dio la vuelta a la manzana hasta el mismo sitio donde yo había bajado del trolley.

 Pasaron junto a la fila dos obreros hispanos en chalecos naranjas. A media voz uno gritaba con sonrisa pícara: “Ricky Martin tickets for the concert!”. Una chica rubia pasaba vendiendo café: “Congratulations!”.

 Los que hacíamos la fila nos movíamos inquietos en nuestro lugar, disipábamos el nerviosismo en la charla con el de adelante y el de atrás. “Si ya esperó treinta años, que no pueda esperar una hora!”, decía una señora a otra. Luego la típica especulación, que nunca faltan en estas situaciones: “Nos van a dar unas fichas y luego nos van a llamar en diferentes horarios”, que alguien secundó con un “Yo creo que sí, porque si no ¿dónde van a meter a tanta gente?”

 Pues la metieron! El Golden Hall del US Court de San Diego en punto de las diez de la mañana se llenó con 1750 personas.

 “Hola!” dije a mi izquierda a una peruana, y “Hi!” a una china, a mi derecha. Me causaba gracia considerar que a pesar de nuestros diversos orígenes, desde ese días los tres seríamos o ya éramos conciudanos de los Estados Unidos.

 La maestra de ceremonias nombró en orden alfabético los 76 países de origen de las personas que ese día adquiríamos la ciudadanía norteamericana, y las personas al oír el nombre de su país se ponían de pie y saludaban el aplauso del público. Así hasta llegar a la “M”, cuando la mujer exclamó: “México!”. Un océano de banderitas de los Estados Unidos agitadas en las manos de unas 1600 personas llenó de golpe el campo visual de la sala. El gentío se había puesto de pie al grito multitudinario y unánime de lo que pareció una sola garganta. Yo mismo estuve de pie un momento, con mi banderita al aire, conmovido por el espectáculo de lo que me pareció una verdulera invasión.

 Recitamos el Pledge of Alliance seguido de un aplauso animado por la maestra de ceremonias.

 Y mientras yo esperaba mi turno para recibir mi certificado de naturalización me entraba la curiosidad de saber en qué momento puntual y preciso del proceso yo debía considerarme norteamericano, legítimo heredero del sueño americano. La consideración me seguía una hora más tarde, cuando recorría, con mi certificado de naturalización en la manos, las calles del centro de San Diego, limpiecitas, bien trazadas, bien pintadas, tratando de convencerme de que todo eso que siempre vi ajeno ahora era mío.

 ¿Habré adquirido la ciudadanía al pronunciar la última palabra del Pledge of Alliance y el mundo siguió girando debajo de mí como si nada hubiera pasado? o ¿fue al decir thank you a la señorita que me extendió el certificado durante el evento? ¿O antes aún, cuando el oficial del US Citizenship and Immigration Services plasmó su firma en mi certificado de naturalización, días atrás, sin que yo tuviera conocimiento aún? Tal vez uno nunca pueda acercarse con más precisión al nacimiento de una ciudadanía de lo que se acercó ya Steven Weinberg al origen del universo o de lo que nos puede acercar el testimonio de una microfotografía al momento de la concepción de una vida humana, instantes que sólo pueden detener una fórmula matemática, una fotografía o nuestra imaginación. Quizá por eso la insistencia de la jueza al final del Pledge of Alliance en convencernos con un aplauso de que ya éramos ciudadanos norteamericanos.

 Adquirir la ciudadanía norteamericana tiene sus ventajas: puedo cruzar a los Estados Unidos sin que me nieguen la entrada, puedo viajar como ciudadano de primera clase a cualquier parte del mundo y puedo votar contra el partido republicano. Pero las ventajas que más aprecio son de otra índole: el sentido de pertenencia o propiedad sobre la cosa pública de esta vasta extensión de territorio colmado de esplendor natural y urbano entre el Atlántico y el Pacífico: Sierra Nevada con sus Secuoyas, Yosemite y el lago Tahoe, las espectaculares Montañas Rocosas, las anchas praderas centrales, el larguísimo Mississippi que un día crucé en su nacimiento con los pantalones remangados a los tobillos; las formidables carreteras, los grandes puentes, las descomunales presas, los organizados museos, las nutridas bibliotecas públicas, los espectaculares viajes de la NASA; Minneapolis-Saint Paul, Portland, Seattle, Chicago, New York y, por supuesto, Disneylandia.

 Mientras voy pensando en todo eso, una avaricia feliz me satisface mientras, bajo un cielo azul soleado, lleno los pulmones con el aire limpio, fresco y plácido que me llega desde la bahía de San Diego. Me enorgullece el sentido de pertenencia a una sociedad organizada bajo principios que perviven en el espíritu de las instituciones de esta nación cuya unidad no es de sangre, nacimiento o suelo, sino de ideas e ideales: honestidad, ética de trabajo, respeto, solidaridad.

 Una de las cosas más admirables de mi nuevo país es que aquí las cosas siempre funcionan: el correo llega a su destino, los bebederos de los parques al presionar el botón lanzan agua a la boca; se puede pagar el teléfono desde el buzón de casa; cuando una máquina de refrescos se descompone avisa y deja de tragar monedas; al paso del tren suena una campanita y se baja la barra de seguridad en los cruceros; si uno pone su reloj a la hora puede tener citas exactas con el autobús de la esquina… aunque a veces también puede ocurrir que las moscas aterricen en el sándwich equivocado: precisamente esa mañana en que yo venía celebrando en mis pensamientos mi nuevo estatus de norteamericano, súbitamente, se descompuso el trolley en que yo viajaba de regreso.

 La voz nos ordenó bajar. La gente abandonó su parsimoniosa cortesía. Nerviosa comenzó a atropellarse en las esquinas buscando otro medio de transporte. Y las tomas de los autobuses comenzaron a parecer asaltos. Los choferes gritaban a la gente que no podían subir a más personas y la gente seguía subiendo. Fue cuestión de minutos para que aprendieran a empujarse como en la estación Balderas del Metro de la Ciudad de México a las ocho de la mañana. De pronto me percaté que así como en el Golden Hall del US Court de San Diego la mayoría éramos hispanos, aquí también llenábamos hispanos los autobuses a empujones, gritando en español. El chofer, también en español, gritaba con vehemencia primero, después sin convicción: “hasta la línea amarilla!”. A lo que no faltaba quien reclamara a gritos: “Cuál línea!”

 Entre la gente apretada contra las ventanillas divisé a una chica de origen anglo tratando de asimilar, intimidada, la rara experiencia de sentirse extranjera en su propio país. Así fue como, sostenido del pasamanos y empujado por una multitud embravecida, comprendí finalmente que ninguna ciudadanía cae del cielo. Los que vamos llegando a este país no podemos esperar que la posesión de un certificado de naturalización nos dé el pase automático al sueño americano. Dependerá de nosotros, de nuestras obras y de nuestras acciones seguir sosteniendo ese sueño que soñaron los fundadores de esta gran nación.