Por León Bravo
La semana pasada estuve en la Ciudad de México para visitar a mi viejo.
Aquejado por una enfermedad que ya no le permite hablar, coordinar movimientos o pensar coherentemente, mi padre sonrió cuando me vio entrar a su departamento.
Hace tres años que su salud se ha venido deteriorando, y el objetivo principal de mi visita era tener una plática, tal vez la última de nuestras vidas, sobre cosas que compartimos durante nuestra existencia.
Mi padre siempre fue atlantista y esa es la herencia que me dejó.
Yo también soy seguidor de los Potros de Hierro del Atlante.
Hace tres años, cuando la enfermedad empezaba a minar la salud de mi viejo, yo le preguntaba: “¿Cómo van tus Potros?”
“Ahhh, son unos maletas”, me contestaba y después se reía.
La semana pasada no fue igual.
¿“Como ves a tus Potros”?, le pregunté.
Sus ojos cerrados, su cuerpo postrado en un sillón, su mente perdida en el tiempo y en el espacio.
Esta vez no obtuve ninguna respuesta de mi viejo.
Mientras estuve en la Ciudad de México, coincidió que los Potros jugaban contra los Pumas de la UNAM en el estadio de la Ciudad Universitaria de la Ciudad de México.
Fue entonces que decidí ir al estadio, cosa que no hacía en 24 años, para rescatar memorias y anécdotas que pasé junto a mi padre.
Compré un boleto y me fui a sentar al lugar más aislado que pudiera haber en el inmueble.
No estaba ahí para echarle porras al Atlante ni para ver el partido.
Estaba ahí para recordar la voz de mi padre, para recordar su imagen joven y alegre cuando de niño me llevaba a ver los juegos de fútbol.
Mientras los Pumas y el Atlante jugaban, yo recordaba la primera vez que mi papá me llevó a un estadio de fútbol.
Fue precisamente el estadio de Ciudad Universitaria, el año no lo recuerdo con exactitud, pero debió de haber sido por ahí de 1968 ó 1969.
El partido lo recuerdo perfectamente bien: El Oro de Jalisco en contra de los Pumas de la UNAM.
En esa ocasión fuimos a ver a los Pumas con un amigo de mi papá que era ferviente seguidor del cuadro universitario.
A partir de ese momento la relación entre mi padre y yo quedó marcada de manera íntima con el fútbol.
Varias ocasiones fuimos juntos al estadio para ver jugar al Atlante.
La mayoría de las veces vimos perder a nuestro equipo, que históricamente ha sufrido para estar dentro de los primeros lugares.
Imborrable en mi mente están los momentos que mi papá me ponía en sus hombros para entrar al estadio.
Nunca olvidaré las tortas de jamón que me compraba en las gradas y la cerveza que él se tomaba.
Jamás se borrará de mi mente aquel banderín del Atlante que me compró afuera del estadio, y el cual clavé en la pared de mi recámara.
Ese banderín decoró mi habitación hasta el día en que me casé.
Mi papá ya no habla, ya no puedo comentar con él sobre el Atlante, sobre el Mundial de fútbol, sobre nada.
Lo importante ya no son sus palabras sino las imágenes, las experiencias, los recuerdos que tengo de él, y por eso hoy sólo me resta decir: Gracias viejo, gracias por las experiencias que vivimos juntos, gracias por todo.
*Columna publicada originalmente el 4 de octubre de 2010.
* Publicada hoy en memoria de mi padre acaecido el 14 de septiembre de 2011.