Por León Bravo
Entre las praderas de Chula Vista y las montañas de Temecula, existen unas 45 millas de distancia y una gran diferencia en la temperatura que marca el termómetro en ambas comunidades.
El domingo pasado llevé a mi hija a jugar su partido de fútbol, en la escuela secundaria ubicada precisamente en Temecula.
Cuando salimos de Chula Vista, el termómetro marcaba 77 grados Fahrenheit, una temperatura templada y perfecta para que las niñas corrieran tras el balón.
En el trayecto, mi ansiedad comenzó a aumentar de la misma manera en que los dígitos del termómetro iban en ascenso.
De los 77 grados pasamos a los 85 en un lapso de 20 millas.
Mientras más nos acercabamos a las montañas, el calor se intensificaba de manera sorprendente.
Tras dejar la autopista interestatal 15, para entroncar con la carretera rural que serpenteaba las colinas hacia la escuela donde mi hija tenía que presentarse, me di cuenta que cada vez estaba más cerca del infierno.
La bella panorámica al manejar entre valles rocosos y montañas de espectaculares tonalidades anaranjadas y rosadas, se transforma rápidamente en un viacrucis al bajarse del auto y abandonar la comodidad del aire acondicionado.
El sol que caía a plomo siendo la 1 p.m. hacía que el pavimento del estacionamiento se convirtiera en una plancha hirviente.
La caminata entre el estacionamiento y la cancha de fútbol no es corta… o será que se me hizo muy larga al tener que aguantar los 102 grados de temperatura que anunciaba una pizarra electrónica.
Mientras hacía el esfuerzo de dar paso tras paso (con gallardía claro para que mi hija sintiera que su padre todavía puede caminar en medio de un calor desproporcionado) me cercioré al salir de casa en ataviarme con una gorra y embadurnarme de una loción blanca medio pegajosa y olor sospechoso para bloquear los rayos del sol.
En mi trayecto hacia la cancha, me asaltó la duda de si mi hija, y su equipo de 12 jugadoras, todas ellas entre los 15 y 16 años, tendría la resistencia física de jugar un partido de fútbol bajo estas condiciones climatológicas, que parecían ser una señal de que el Apocalipsis estaba por llegar. Por lo menos yo sí sentía que mi mundo se estaba derritiendo, de veras que sí.
Siguiendo los pasos firmes de las niñas, escuchando sus risas y mentalizándome con el mantra: “No hace calor…no hace calor…no hace calor”, llegué a la tierra prometida, la gloriosa cancha de fútbol.
Ni tardo ni perezoso, me apuré para instalar una gran sombrilla roja que se convierte en una especie de tienda de campaña.
Instalado en mi albergue temporal, y bien armado con dos botellas de agua helada, vi un partido intenso.
Las niñas nunca dejaron de correr, de dar su mejor esfuerzo, de dar un partidazo que empataron a dos goles a pesar de los rayos intensos del sol y el intenso calor.
Un día, antes del partido del equipo de mi hija, vi por televisión el encuentro de la Copa América Centenario, entre las selecciones de Costa Rica y Paraguay que se efectuó en la ciudad de Orlando, Florida.
El partido fue malo, los jugadores de ambas selecciones no corrían, se la pasaron esperando que el árbitro marcara el final del partido, no se les veía ganas de estar en la cancha.
Cuando se le preguntó a los entrenadores de ambas selecciones, la razón del bajo rendimiento de los grandes atletas a su mando, ambos estrategas coincidieron en su respuesta: “Es que hacía mucho calor”.